El sufrimiento forma parte de la experiencia humana. Las personas se dañan unas a otras: dañamos a otros y otros nos dañan. Saber esto es comenzar a ver con claridad. No sólo somos víctimas. Muchas veces nos convertimos en verdugos empeñados en escarmentar a quienes nos han hecho sufrir. La única manera de solucionar esta adicción a culpabilizar al resto, y reaccionar en consecuencia, es hacernos amigos del dolor, de la soledad y del sufrimiento propio para entender el de los demás. La compasión surge cuando uno reconoce que ha estado en el mismo punto. Enfadados, celosos, solitarios, rencorosos…tenemos comportamientos extraños y contrapuestos que los demás tampoco entienden. Si nos sentimos solos, decimos palabras crueles; si queremos que alguien nos quiera y no lo hace como deseamos, lo insultamos; si tenemos miedo a que nos abandone, lo ignoramos… reacciones que llevan la semilla de la incongruencia en sí mismas. Comenzamos a ponernos en los zapatos del otro cuando reconocemos, no que somos superiores y desde ese pedestal perdonamos, sino que hemos estado en el mismo estado y reaccionado de idéntica forma. Cuánto más conocemos nuestros venenos, más entendemos los de los demás.
Ayudar en forma anónima nos quita la posibilidad de dar otro regalo: nuestra presencia. Cuando una persona está enferma o tiene una carencia, no solo podemos ayudarla con algo material (por ejemplo, dinero), sino también con nuestra presencia. La calidez de un abrazo, una sonrisa cariñosa o una mirada comprensiva pueden ser un auténtico bálsamo cuando hay dolor o necesidad. Nuestra persona, en sí misma, puede ser un valioso regalo para otro ser humano. Rebeldita
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